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¿Impactará la crisis de covid-19 en la agenda social de América Latina?

¿Cómo afectará la pandemia de la corona a las sociedades latinoamericanas? ¿Habrá un cambio en la agenda de política social? ¿Incluso abrirá la oportunidad de iniciar el cambio exponiendo nuestros problemas sociales?

Buenos Aires

imagen: desde © pixabay ArtTower Buenos Aires

¿Impactará la crisis de covid-19 en la agenda social de América Latina?

¿Cuáles serán las consecuencias de la pandemia de covid-19 sobre las sociedades latinoamericanas? ¿Se producirá un cambio en la agenda de preocupaciones sociales? ¿Es una oportunidad para que, puestos al descubierto aspectos problemáticos de nuestras sociedades, se pugne por transformaciones?

Aunque la pandemia está alterando prácticamente todas las dimensiones de nuestro presente, la historia no nos ayuda a ser optimistas sobre los cambios a futuro: a lo largo de los siglos, las sociedades resurgieron de las epidemias con el imperativo de dar vuelta la página y volver a la normalidad. A fin de cuentas, los muertos de las pandemias no suelen ser incorporados en los panteones de personalidades que ameritan rememoraciones ni tampoco dan lugar a eventos nacionales que reclaman un trabajo de memoria y reflexividad sobre lo que ha pasado.

No obstante, cada hecho es único e irrepetible y nuestras sociedades tienen un importante ejercicio en el trabajo de las memorias a partir de la historia reciente. Por ello, entre el optimismo de quienes han vaticinado que todo cambiará y que serán cuestionadas las bases de nuestras formas de vivir, y el pesimismo de quienes avizoran el olvido social, tal vez haya algunos matices que queremos indagar y que dependerán, por supuesto, del trabajo que las sociedades activamente realicen. Una mirada sobre qué está sucediendo en el campo de la estructura social muestra que los países respondieron en un principio profundizando políticas que ya se estaban llevando adelante. Pero a su vez, la pandemia refuerza temas de debate previo, pone en el tapete otros que no estaban tan visibles y gravita sobre cuestiones hoy poco discutidas, pero con consecuencias en el corto y el mediano plazos.

Las transferencias de ingresos como respuestas

En primer lugar, es preciso subrayar que una de las principales respuestas a los efectos socioeconómicos negativos de la pandemia se apoyó en políticas preexistentes de transferencias de ingresos, afianzadas en la región tras el cambio de siglo, durante el periodo posneoliberal. En efecto, la marca de aquella etapa en materia de protección social fue la extensión de transferencias públicas hacia los sectores más desfavorecidos, principalmente bajo la forma de pensiones no contributivas y programas de transferencias condicionadas de ingresos. Las políticas en sí no fueron totalmente novedosas, puesto que programas paradigmáticos como el Progresa-Oportunidades-Prospera de México comienza en 1997, pero sí su alcance: se extendieron en la mayoría de los países de la región para abarcar a un gran número de personas.

En el caso de los programas de transferencias de ingresos –como la Asignación Universal por Hijo (AUH) en Argentina, Bolsa Família en Brasil o Familias en Acción en Colombia, entre otras–, la cobertura llegó a alcanzar a más de 135 millones de habitantes hacia 2013, aproximadamente un cuarto de la población de América Latina. Con la llegada de la pandemia, en casi todos los países se implementaron con distinto éxito ampliaciones de esas transferencias: según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), hacia fines de abril de este año 25 de 29 países de la región habían implementado entre sus primeras medidas de contención social nuevas transferencias de ingresos y/o aumentos del monto o de la cobertura poblacional de las ya existentes. Ello muestra que, más allá del signo político del gobierno, hoy resulta inaceptable que el Estado deje a sus ciudadanos más vulnerables sin ingresos. Muy posiblemente esto no habría sido así a principios del milenio, cuando millones de latinoamericanas y latinoamericanos no percibían literalmente ningún ingreso.

El impulso a debates previos

Por otro lado, hay al menos tres debates previos que se refuerzan con la pandemia. El primero, vinculado a lo anterior, es un nuevo ímpetu en las discusiones sobre el ingreso universal. Desde hace más de dos décadas existe un movimiento internacional que aúna a académicos y activistas en pos de generar un ingreso básico universal para el conjunto de la sociedad. Con muchos matices y posiciones distintas, tal debate tiene un lugar importante en América Latina, en parte por la extensión de la pobreza, de la informalidad laboral y de la cantidad de población sin ingresos estables. De cierto modo, para los más optimistas, las políticas de transferencias de ingresos son un primer paso hacia la construcción de un beneficio que no dependa de las cotizaciones sociales ni de la participación en el mercado de trabajo. Hoy, cuando la pandemia ha dejado a la vista la inmensa cantidad de hogares en condiciones de vulnerabilidad, con ingresos muy sensibles a los cambios de contexto, el reclamo por un ingreso universal ha vuelto a cobrar fuerza, y para algunos la extensión actual de las transferencias monetarias debería ser una base para su concreción.

En segundo lugar, la agenda de cuidados cobra aún más fuerzas. Gracias a las luchas feministas, desde principios de siglo la región asistió a una creciente discusión y revalorización pública del trabajo de cuidado, en general de mujeres hacia sus hijos y hacia adultos mayores. Esta mayor visibilidad pública se reflejó por ejemplo en los números públicos: tras el cambio de siglo, los sistemas estadísticos nacionales de muchos países de la región comenzaron a implementar encuestas sobre uso del tiempo, las que nos han permitido contar con información bastante precisa sobre cuánto tiempo dedican las sociedades latinoamericanas al cuidado y quiénes realizan ese trabajo. Sin embargo, la mayor preocupación por esta problemática tuvo escasas expresiones en el plano de la política. En efecto, como escribió Valeria Esquivel, las políticas de redistribución del cuidado, entre varones y mujeres, pero también entre los hogares y la sociedad, han sido muy escasas, aunque hay algunas excepciones destacables, como el Sistema Nacional de Cuidados de Uruguay, que implementa y coordina políticas de cuidado de niños y niñas y de personas dependientes, y la Red Nacional de Cuidado y Desarrollo Infantil de Costa Rica. Ahora, la pandemia ha puesto en un lugar central los debates sobre el reconocimiento del cuidado como trabajo y su productividad social, así como la insuficiente distribución entre los géneros de estas responsabilidades.

La pregunta por quién cuida a los adultos mayores dependientes ha cobrado especial fuerza, al tiempo que el incremento del «teletrabajo» ha reforzado un desdibujamiento de los límites entre actividad laboral y tiempo familiar o libre, y ha hecho reemerger discusiones sobre las formas de conciliación entre familia y trabajo remunerado. La centralidad que adquiere hoy el cuidado –que posiblemente no habría sido tal sin la creciente visibilización social previa– tal vez augure una extensión de las políticas públicas que den respuesta a la problemática.

Otro tema candente son los impuestos a la riqueza. En varios países cobra fuerza el clamor por la necesidad de un esfuerzo adicional de las mayores fortunas. La reducción de la desigualdad fue una de las promesas de muchos gobiernos de la etapa posneoliberal, pero las tendencias tuvieron límites: en casi todos los países se redujo la desigualdad de ingresos, pero al mismo tiempo los ricos se hicieron más ricos y nuevas investigaciones visibilizaron la escandalosa concentración de riquezas en el tope más alto de la pirámide. En materia impositiva, es cierto que durante el periodo previo se implementaron cambios en el nivel y la estructura de los ingresos tributarios que redundaron en mejoras en la capacidad redistributiva de los Estados. En particular, hubo esfuerzos importantes por fortalecer los impuestos directos sobre la renta, de carácter más progresivo: en el conjunto de la región pasaron de representar, en promedio, 19,8% en 2000 a representar 25,5% sobre la recaudación total en 2014. Sin embargo, su impacto sigue siendo bastante menor que en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) (33,7% en promedio en 2014).

En este sentido, la recaudación tributaria en América Latina continúa presentando un sesgo hacia la imposición indirecta que grava el consumo, de carácter más regresivo. A su vez, en la región el impuesto a las rentas se recauda en gran medida sobre los asalariados, es decir, sobre trabajadores formales en relación de dependencia, muchos de ellos de sectores medios. Una comparación de la política fiscal de América Latina con la de los países de la OCDE pone en evidencia su exigua capacidad redistributiva. En estos últimos, la desigualdad de ingresos de mercado antes de la acción estatal es solo algo inferior a la que se observa en los países latinoamericanos. Pero cuando se considera la política fiscal, hay diferencias notables: en los países de la OCDE, el coeficiente de Gini cae 35% después de las transferencias públicas y los impuestos, mientras que en los de América Latina lo hace solo 6%. Sobre este trasfondo se inscriben las renovadas demandas por mayores impuestos a los más ricos. Pero no es un tema fácil: no es claro que la crisis esté dando lugar a consensos sociales más amplios que en el periodo anterior hacia una mayor igualdad distributiva. Asimismo, en un contexto de caída económica, la resistencia de esos sectores puede ser más acentuada que en épocas prósperas ya pasadas, y pueden incrementarse las dificultades para definir, en forma concreta, qué tipos de cargas y a quiénes resultan más viables.

Hacer más visibles otras problemáticas

Finalmente, hay temas antes menos discutidos pero que hoy están en el tapete. Uno, por supuesto, involucra los sistemas de salud. En América Latina la salud es una problemática que en general preocupa individualmente, pero que no está en el centro del debate público, salvo entre expertos y actores económicos. La pandemia muestra las bambalinas y debilidades de los sistemas de salud de cada país. La inversión pública ha aumentado en el nuevo siglo, pero todavía es insuficiente: Costa Rica, Cuba y Uruguay son los únicos países que asignan más de 6% de su PIB a la salud (mientras países como Francia, Suiza o Suecia destinan más de 11%).

Los incrementos no han sido suficientes para garantizar el acceso de los más pobres y de los que viven en zonas o regiones alejadas de los servicios concentrados en las grandes urbes. Hemos visto, con particular nitidez en algunos países de la región, que una desigualdad en la concentración de recursos puede tener un desenlace mortal en tiempos de pandemia. También la pugna mundial por reactivos y respiradores pone en el tapete la «escalada tecnológica» en salud y el lugar de los países periféricos: insumos, tratamientos y drogas cada vez más caros, producidos por países centrales en los que nuestros países, con seguros o sistemas débiles en términos comparativos, tienen poca capacidad de negociación frente a laboratorios y empresas de salud muy poderosas. ¿Habrá luego de esto una revisión de los sistemas de salud? No parece tan probable.

Aunque hoy todos nos preocupamos por la salud, por el momento no han entrado con fuerza y apoyo masivo en la agenda pública propuestas que, por ejemplo, busquen superar la segmentación por ingresos en el acceso a la salud, algo cuyas consecuencias sobre las oportunidades diferenciales de vida o muerte han quedado claras en varios países en estos días. No han surgido todavía voces en el espacio público en torno de un universalismo en los servicios de salud, de un tipo similar al que se observa con el ingreso básico universal, y los intereses económicos en juego a escala internacional para mantener el statu quo son muy potentes. Por un lado, posiblemente sea más difícil lograr acuerdos respecto a qué significa en términos reales una cobertura de salud universal, debido a sus costos económicos: cuanto más «universal» sea una cobertura, mayores servicios deberían, al menos en teoría, ser provistos a la población. Por otro lado, no hay en general minorías activas que pugnen por esos cambios y se enfrentan a saberes expertos y mercados complejos. Y, como sucede en general, uno suele olvidarse de la cobertura de salud hasta que la precisa.

La pandemia también ha puesto en cuestión nuestras formas de vivir en las ciudades y las múltiples aristas de las desigualdades espaciales en todas las escalas. Desde lo privado y casi íntimo, por la posibilidad social de que se cumpla el distanciamiento entre los cuerpos requerido para la prevención, debido al hacinamiento en las casas o al poco espacio público para circular o interactuar. También la lejanía de servicios de salud, bancarios o de recepción de ayudas sociales es una de las desigualdades que más está gravitando.

Un dato optimista es que desde hace ya algunas décadas las ciudades latinoamericanas están creciendo menos, lo que quita presión sobre la demanda de nuevas viviendas y servicios y brinda la oportunidad de concentrar las políticas en mejorar lo ya existente. Pero esta crisis ha mostrado cómo las desventajas se acumulan y se superponen potenciándose. Así, por ejemplo, es preciso ver la informalidad, el rasgo característico del trabajo en América Latina, en forma más integral. A fin de cuentas, a las formas precarias de acceso al trabajo, que en la pandemia se traducen en carencia de ingresos, se suman la precariedad de la movilidad y las formas de transporte, así como en las formas cotidianas de aprovisionarse de alimentos y bienes de primera necesidad. Por ejemplo, en el caso de Perú, estas múltiples facetas de la informalidad se conjugaron con un crecimiento económico no acompañado por un reforzamiento de los servicios del Estado. De este modo, alta informalidad y debilidad estatal llevaron a que acertadas medidas frente a la pandemia fracasaran por debilidades estructurales e institucionales del país.

La concepción sobre los adultos mayores amerita un cambio radical. El coronavirus los ha puesto en el centro de la escena como grupo de riesgo y, también, como grupo que requiere cuidados. Esto, en muchos casos con las mejores intenciones, hizo visibles las imágenes actuales sobre la vejez, que subrayan la fragilidad y la dependencia. La crisis mostró la perdurabilidad de una mirada a la que le cuesta sopesar las diferencias internas en una fase del ciclo de vida que se ha alargado y modificado, y que es diferente entre lo que se llama la tercera y la cuarta edad (a partir de los 80 años), pero también dentro de cada categoría. Producto del proceso de envejecimiento poblacional, los adultos mayores están ganando un peso creciente en la región, y ya son un grupo numeroso en países como Uruguay y en ciudades como Buenos Aires. Investigaciones novedosas llaman la atención sobre los adultos mayores que rompen el estereotipo que amalgamaba vejez con conservadurismo y expresan visiones progresistas. El punto central es que si la niñez y la juventud han sido objeto de reflexión y cuestionamiento constante, nuestra mirada de la vejez es en general anacrónica. Es nuestra mirada la que suele hablar por ellos, en lugar de darles un rol protagónico; se trata de una minoría a la que no se le otorga voz en tanto tal.

En relación con la educación, como producto de la necesidad se está produciendo una revisión de hecho de las formas escolares. Los sistemas de educación virtual y la conectividad se pusieron a prueba sin ningún aviso previo. Por haberlas tomado de sorpresa, por ser una primera experiencia global, puede decirse que las y los docentes han mostrado su capacidad de adaptación y creatividad, por supuesto con un alto costo personal en términos de horas de trabajo y estrés. Ahora bien, por otro lado, también es cierto que esto parece estar agudizando las desigualdades en educación entre sectores sociales, porque se suman varios problemas: la desigualdad en la conectividad, la desigualdad en acceso a computadoras, la desigualdad incluso en el capital cultural de las familias como para poder ponerse al hombro la educación de hijos e hijas. Por otro lado, todo esto está impactando sobre las familias (por sobrecarga de trabajo) y sobre los docentes (por lo que implica como sobrecarga laboral). Por último, no se sabe cuán viable es la articulación entre formas presenciales y remotas, en particular en el nivel primario, donde el trabajo docente de difícil articulación suele ser reemplazado por las familias.

Por último, están los problemas menos visibles hoy pero que tendrán sus impactos negativos en el corto y el mediano plazos. Sobre ellos debemos poner principal atención, justamente porque están fuera de la agenda. Se ha alertado sobre discontinuidades de tratamientos y controles de salud, lo que posiblemente impactará en más morbilidad y mortalidad. Por ejemplo, el Fondo de Naciones Unidades para la Población (UNFPA) ha hecho proyecciones que indican que las dificultades de acceso a anticonceptivos, ya sea en los servicios de salud o por falta de ingresos, estarían afectando a millones de mujeres en toda la región, y se prevé que esto repercutirá en millones de embarazos posiblemente no deseados, abortos y mortalidad materna. Federico Tobar, experto de UNFPA en el tema, afirma que América Latina puede retroceder «casi 30 años en términos de salud reproductiva». Es preciso entonces revisar efectos perennes de los problemas ligados a la dinámica de la pandemia.

Estos son tan solo algunos de los temas que se han planteado, pero no son los únicos. Posiblemente aumenten también formas de desconfianza en las relaciones microsociales, lo cual afectará a los más pobres y los migrantes: la idea del «peligro» que representa el otro es un canal de comunicación con la xenofobia y la aporofobia, el rechazo a los pobres. Como decíamos al principio, son muchos temas, muchas dimensiones, y las sociedades salen en general muy cansadas de las epidemias y con el deseo genuino de olvidar y volver a una vida «normal». Al comentar nuestro escepticismo respecto a que se produzcan cambios a una colega comprometida con las luchas sociales y con cierto optimismo sobre el futuro, respondió: «es cierto, yo también soy más bien escéptica, pero no podemos perder la oportunidad de plantear la necesidad de cambios». Y sin duda tiene razón.

Gabriel Kessler es doctor en Sociología por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS), París. Es investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) de Argentina y profesor de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) y de la Universidad Nacional de la Plata (UNLP).

Gabriela Benza es doctora en Ciencias Sociales por El Colegio de México. Es investigadora del Centro de Investigación en Políticas Sociales Urbanas de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF) y docente de grado y posgrado en esa casa de estudios y en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM).

Gabriela Benza y Gabriel Kessler han publicado recientemente La ¿nueva? estructura social de América Latina. Cambios y persistencias después de la ola de gobiernos progresistas (Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2020).


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