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La politización de la pandemia, los féretros vacíos y el abismo brasileño

A diferencia de Donald Trump y sus vaivenes, Jair Messias Bolsonaro continúa negando el coronavirus. Mientras que los muertos siguen siendo contados en su país, la crisis institucional está dañando cada vez más la democracia.

imagen: [Translate to Spanisch:] Bolsonaro Anhänger_innen mit einem Transparent mit der Aufschrift: Streitkräfte an die Macht desde AP

A diferencia de Donald Trump y sus vaivenes, Jair Messias Bolsonaro avanza con su negacionismo del coronavirus. Mientras el país sigue contando muertos, la crisis institucional deteriora aún más la democracia y hace que el futuro próximo sea aún más incierto. Quizás basta un botón de muestra: mientras las bandas ligadas al delito disponen el toque de queda y la cuarentena, las milicias próximas al gobierno convocan a seguir la vida «normal» y romper el distanciamiento social.

Manaos, capital del estado de Amazonas, se convirtió en uno de los más graves focos de la actual pandemia en Brasil, lo que desmiente, entre tantas otras «teorías» que algunos repiten con obstinada irresponsabilidad, que el nuevo coronavirus que asola el planeta pierda agresividad en los climas calurosos. La ciudad está a tal punto desbordada por la enfermedad y la muerte que el alcalde apareció en la televisión llorando y pidiendo ayuda, mientras mandaba cavar fosas comunes para descargar centenas de víctimas. El día 23 de abril, cuando ya se contaban oficialmente más de 5.000 contagiados y 500 fallecidos y las unidades de terapia intensiva y los hospitales estaban desbordados, comenzó a correr en las redes sociales la versión de que se trataba de una mentira: estarían enterrando cajones vacíos para aterrorizar a la población, como parte de una conspiración que impide reabrir la economía. La noticia repercutió en los medios. Familias sumergidas en el dolor por no saber nada de sus seres queridos una vez ingresados en los hospitales corrieron a los cementerios; algunas llegaron a abrir cajones donde encontraron cadáveres infectados. ¿Algún día alguien será denunciado y responsabilizado penalmente por la crueldad y el contagio que provocó esa ola asesina que alimenta día a día el negacionismo?

La politización de la pandemia, como se sabe, está lejos de ser un fenómeno brasileño. Es tan global como la propia presencia del virus. Algunos mandatarios, como Viktor Orbán en Hungría, Recep Tayyip Erdoğan en Turquía, Rodrigo Duterte en Filipinas, Nayib Bukele en El Salvador o Daniel Ortega en Nicaragua, dan rienda suelta a sus ya visibles impulsos autoritarios. Otros hacen equilibrio ensayando más o menos seguras o erráticas políticas de contención de la emergencia, entre el comportamiento de un virus que se desconoce y el fuego cruzado de las oposiciones, como es el caso de las democracias europeas y de varios países de América Latina, entre ellos Argentina, donde rumores de la misma naturaleza acechan al gobierno en cada cacerolazo alimentado por mentiras, como el más reciente que denunciaba un inexistente plan de liberación general de presos. Dos espacios nacionales se destacan, sin embargo. Uno es Estados Unidos, donde solo en las últimas semanas la realidad de decenas de miles de muertos y más de un millón de contagiados (y la correlación de fuerzas con los gobernadores) parece haber mitigado el negacionismo trumpista, a pesar del apoyo explícito y persistente del presidente a los grupos «libertarios» que, exhibiendo armamento pesado, reclaman a cada semana por su «derecho a trabajar», contrariando las disposiciones sanitarias. El otro es Brasil, donde el presidente, el ex-capitán Jair Messias Bolsonaro, parece haber atado como ningún otro su futuro político al del propio negacionismo. Como desde su ascenso al primer plano de la política brasileña, pero de una forma aún más radical dada la dinámica trituradora de vidas biológicas y sociales de la pandemia, el destino de Brasil pasa por el debate público acerca de la verdad y la mentira. Y también por el desarrollo en espiral de una crisis institucional que no muestra límites, creciendo de forma exponencial al mismo ritmo que la pandemia y el drama social que la acompaña.

La escena de los cajones vacíos es una más entre muchas otras. En los últimos tiempos se ha visto a Bolsonaro repetidas veces negando la importancia de la pandemia, abrazando y tosiendo en la cara de sus propios seguidores, contrariando todas las recomendaciones sanitarias, aun las de su propio gobierno –negándose incluso a respetar la disposición judicial que lo obliga a hacer público el resultado de su propio examen de coronavirus–.

Esto ha servido de estímulo a sus partidarios y ha lanzado al país a situaciones nunca vistas, como la que presenciamos días atrás en Brasilia, cuando enfermeras que participaban en un homenaje a sus 55 colegas hasta ahora fallecidas por causa del Covid-19 fueron agredidas por una banda de desaforados envueltos en la bandera nacional, que las acusaron de mentir y de vivir de los favores del Estado (para muchos, la función pública es hoy un anatema). Pero más que eso, Bolsonaro, montado en el negacionismo, amenaza cada día más explícitamente la continuidad de una democracia que ya se encuentra en ruinas. Mientras escribo estas líneas, el domingo 3 de mayo, se sabe que después de participar de una reunión con el Comando en Jefe de las Fuerzas Armadas, nuevamente ha encabezado manifestaciones en Brasilia para pedir el cierre del Supremo Tribunal Federal (STF) y del Congreso Nacional. Ha pedido la ayuda de Dios porque ha «llegado a su límite», dice que a partir de ahora pretende «gobernar sin interferencias» y declara que cuenta con «el apoyo de las Fuerzas Armadas, que están más que nunca al lado del pueblo». En las manifestaciones se vocifera contra los otros poderes de la república y también contra los medios de comunicación, incluyendo los grandes conglomerados como O Globo, O Estado de S. Paulo e Folha de S. Paulo, que tanto hicieron para que se lo eligiera. A cada semana la violencia crece, periodistas son golpeados y heridos. Por cierto, el 3 de mayo es el día de la libertad de prensa. Hace poco más de una semana Jair Messias declaró: «La Constitución soy yo». Sus partidarios responden gritando «Mito! Mito!».

El ritmo de la crisis puede hacer que cualquier análisis pierda rápidamente vigencia, pero lo cierto es que el deterioro institucional brasileño alcanza un nuevo nivel a cada día, en una espiral de conflictos que se multiplican. A la emergencia sanitaria y social provocada por la pandemia se ha sumado el recambio de dos ministros claves. Primero fue el de Salud: Luiz Henrique Mandetta, médico de formación, fue un diputado que se desempeñó como figura oscura en el Congreso durante años y que asumió como ministro con el compromiso explícito de velar por los intereses de la medicina privada. Su único pecado frente a su jefe y sus seguidores fue creer en la existencia del virus y proponer las más elementales medidas que recomienda la epidemiología, como el aislamiento. Segundo, y más importante aún, fue el titular de Justicia: el ex-juez Sérgio Moro fue uno de los protagonistas centrales de la actual deriva desde el momento en que juzgó y condenó al ex-presidente Luiz Inácio Lula da Silva (principal adversario de Bolsonaro en las elecciones de 2018), en un proceso que se encuentra aún sujeto a innumerables cuestionamientos legales. La naturalización de la transformación de Moro en ministro de justicia de un gobierno que solo existe como resultado de su propio accionar anterior como juez ha sido, sin duda, uno de los pasos más graves hacia el actual abismo brasileño.

La ruptura entre Moro y Bolsonaro posee un enorme significado. Ha tenido el efecto de aislar al presidente de sectores de las clases medias urbanas y de los grandes medios de comunicación que lo apoyaron en su supuesto combate contra la corrupción, el populismo chavista, el comunismo chino y todos los epítetos que la derecha radical ha venido usando en su cruzada antiliberal y antidemocrática a escala global y con epicentro en Estados Unidos. Tras dimitir, el 24 de abril, Moro llamó a una conferencia de prensa en la que formuló denuncias de extrema gravedad, infinitamente más comprometedoras que las que llevaron al impeachment de dos de los presidentes electos desde el restablecimiento de la democracia: Fernando Collor de Mello en 1992 y Dilma Rousseff en 2016. La más delicada: interferir en investigaciones conducidas por la Policía Federal (Policía Judicial en Brasil) que involucran al círculo íntimo de Bolsonaro, incluyendo a sus hijos, en prácticas de corrupción y en una vasta red de criminalidad que incluye a grupos paramilitares (conocidos como «milicias»), entre los cuales se cuentan los asesinos de la concejala Marielle Franco. El STF ordenó la apertura de investigaciones. Moro pasó el sábado 2 de mayo más de ocho horas prestando declaración en la sede de la Policía Federal en Curitiba, en el mismo edificio donde Lula da Silva cumplió pena por casi dos años. El ex-juez y ex-ministro se encuentra frente a un dilema: si no confirma sus acusaciones, podrá ser incriminado por calumnias e injurias contra Bolsonaro; si las confirma y ofrece pruebas, llevará la crisis a niveles hasta ahora no imaginados, amenazando con el impeachment del presidente, al tiempo que él mismo corre riesgo de quedar imputado por encubrimiento, pues se trata de delitos cometidos durante el año y medio que sirvió a su jefe. No obstante, mas allá de toda especulación, parece difícil que algo decisivo surja de ese imbroglio que moviliza al Poder Judicial, al Ministerio Público y a la Policía Federal, embarrados hasta el cuello en la desintegración institucional que ha llevado al país al dramático presente.

Al contrario de lo que cierto optimismo progresista anuncia a cada semana en que la crisis se agrava, y a pesar de que cualquier predicción puede caer en el vacío, cuesta creer que estemos cerca del fin del gobierno de Bolsonaro. Según las últimas encuestas, cuenta con el apoyo de algo más de 30% del electorado, y alrededor de 50% no cree que deba renunciar ni ser destituido. Luego de la ruptura con Moro, el ex-capitán se ha apresurado a negociar cargos a cambio de apoyo en el Congreso con los diputados del llamado centrão, representantes de lo que él denunciaba como «vieja política». Nombró como sustituto de Moro al abogado André Mendonça, fuerte candidato a integrar la Corte Suprema (en noviembre se abrirá un lugar por la jubilación del decano de sus miembros). Mendonça es pastor de la Iglesia Presbiteriana Esperanza, una figura reconocida en la articulación del poderoso «evangelismo jurídico» que ha actuado tan efectivamente en los últimos largos años en Brasil. Al asumir, Mendonça se refirió a Jair Messias como «profeta». A su vez, el ex-capitán no ha dudado en referirse a Moro como «un nuevo Judas».

Hay varios otros pastores en el actual gobierno. Tal vez la más destacada (y extremadamente popular) sea la ministra de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos, Damares Alves, una figura fuerte del campo pentecostal, integrante de la Iglesia Baptista de Lagoinha. Esa presencia da continuidad a una de las principales fuentes de sustentación del actual régimen: el movimiento político y cultural que ha venido gestándose hace décadas en torno de las constelaciones evangélicas. En la actual emergencia, esas redes se han revelado cruciales para mantener conectividad con las poblaciones más pobres, sobre todo de las grandes ciudades, conteniendo emocionalmente y materialmente a sus fieles y vecinos, inclusive repartiendo canastas de alimentos básicos. Son estas redes también las que nutren el discurso negacionista con argumentos que hasta el momento se muestran impenetrables para las fuerzas progresistas: a pesar de la enorme subnotificación, se sabe que la pandemia ha provocado hasta ahora más de 7.000 muertes y más de 100.000 infectados, mientras que solo el año pasado se perdieron más de 50.000 vidas por armas de fuego. La convivencia con la muerte posee una profundidad histórica aterradora en Brasil, último país del planeta en abolir la esclavitud a finales del siglo XIX y acostumbrado a convivir con enormes indicadores de miseria y desigualdad. Para los habitantes de las periferias, de las favelas y del interior rural, así como para los indígenas de la Amazonía, la relación con la muerte, la convivencia próxima con cadáveres, es algo natural que nada tiene que ver con la indiferencia sino con la necesidad de dar sentido a la vida que es preciso seguir viviendo a pesar del dolor de las pérdidas queridas.

Bolsonaro cuenta aún con su ministro de Economía, Paulo Guedes, quien le ha servido hasta ahora como canal de legitimación frente a los sectores más concentrados del capital financiero. Guedes, un Chicago boy de segunda categoría, asesor secundario del gobierno de Augusto Pinochet en Chile, ha visto frustrada su agenda de reformas con el advenimiento de la pandemia. Hoy se ha transformado en un espectro de sí mismo; algunos apuestan a su próxima caída. El presidente ya amenazó con relegarlo a un segundo lugar, anunciando que el comando del nuevo «Plan Marshall» estaría a cargo del general Walter Souza Braga Netto, actual jefe de gabinete. El plan Pró Brasil, anunciado con bombos y platillos dos días antes de la caída de Moro, es hasta ahora un instrumento vacío, pero podrá ser reactivado por la fuerza de la crisis, la inmovilidad y la inviabilidad de la agenda de Guedes.

De todos modos, lo cierto es que otro de los principales apoyos de Bolsonaro continúa siendo, y cada vez con más fuerza, el de los generales y oficiales de las Fuerzas Armadas. Una buena parte de su gabinete está formado por militares retirados y en actividad; en el segundo escalón (directores, secretarios, gerentes de empresas públicas), los miembros castrenses se cuentan por centenas. Un general fue nombrado en una función hasta entonces inexistente: la de asesor especial del presidente del STF, con el que ahora, paradójicamente, Bolsonaro parece estar en guerra abierta. El ex-capitán construyó buena parte de su carrera política con apoyo de la masa de suboficiales y de miembros de las fuerzas de seguridad. Los generales no se han pronunciado en contra de sus declaraciones a favor de disolver los demás poderes de la república, o cuando lo han hecho es para manifestar un genérico credo democrático. El recientemente fallecido filósofo Ruy Fausto sostuvo con razón que no se trata de predecir cuando ocurrirá la quiebra institucional en el Brasil, pues esta ya ha sucedido.

Antes de la pandemia (hoy parece hace un siglo), Brasil ya vivía en la emergencia: años de devastación económica, millones de desempleados, incendios criminales en la Amazonía, una política ambiental de apertura total al extractivismo y el agronegocio, asesinatos de líderes indígenas y de movimientos sociales, desmantelamiento de la salud pública, de la educación y de la ciencia, ausencia del Estado en zonas enteras de las grandes ciudades, con consecuencias directas en las condiciones de hacinamiento y de falta de higiene que hoy se ven en carne viva en el descontrol del nuevo coronavirus. Las favelas y las periferias viven a merced de bandas armadas, traficantes, milicianos, policías. Sus conflictos ganan hoy nuevos contornos: en Río de Janeiro, por ejemplo, las gangs ligadas a los comercios ilegales disponen el toque de queda y la cuarentena; las milicias próximas al gobierno, por el contrario, mandan a salir de casa y a seguir la vida «normal».

La lógica de guerra que la pandemia refuerza (incluso metonímicamente, ya que se declara que estamos en guerra contra un virus) alimenta la que siempre fue la forma de hacer política de Bolsonaro y sus adeptos, y refuerza sus propias posiciones en el enfrentamiento contra enemigos irreconciliables, no adversarios. No es casualidad que parezcan resonar aires enrarecidos de la Europa de los años 1930 en este siglo XXI pandémico y tropical. Eso tiene consecuencias enormes para los progresistas, ya que todas sus banderas parecen secuestradas: el 1º de Mayo, por ejemplo, se terminó transformando, en Brasil, en una jornada en la que se reivindicó el derecho al trabajo… contra la cuarentena.

Las fuerzas democráticas, hasta ahora dispersas y mareadas por la vorágine de una sucesión de derrotas, se encuentran frente a una encrucijada de dimensiones enormes si quieren poner freno al actual proceso autoritario que genera aún más desigualdad, exclusión y pobreza: mientras trabajan febrilmente en el Parlamento y en algunos gobiernos provinciales para minimizar los efectos trágicos de la emergencia sanitaria y económica, deben descubrir formas de crear una suerte de frente amplio antifascista y, sobre todo, fundar nuevas formas de hacer política, disputar los límites entre la verdad y la mentira e implementar maneras de intervenir en espacios públicos que necesariamente deben aún ser organizados. Es difícil prever cómo el campo progresista podrá salir del actual embrollo. Todo indica que será una tarea para los más jóvenes. Allí, en la acción de las nuevas generaciones, se pondrá a prueba la profundidad de las transformaciones que hicieron creer que Brasil, después de 1988, se encontraba en un camino de democratización social y política que ahora ha demostrado toda su dramática precariedad. Mientras tanto, Bolsonaro y la crisis política que él mismo alimenta parecen lograr la proeza de relegar a segundo plano del debate público el drama de la actual pandemia, que acumula en una curva casi vertical muerte y pobreza.

Federico Neiburg es un antropólogo del Museo Nacional de Río de Janeiro. Es miembro de la Escuela de Ciencias Sociales del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton.


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